domingo, 15 de noviembre de 2015






  


(...) Paca sabe que la cosa no debe ser para tanto pero no puede evitar aquellos estremecimientos. Hace años que, como a las tres y media  de la  tarde o un poco antes quizás, cuando está terminando el fregado   y se asoma  por la ventana de la cocina,  ve que algunas vecinas de la calle inician la peregrinación hacia la escuelita de la calle La Tona.  Las ve asomarse  muy compuestas, casi como de domingo, a la casapuerta. La mayoría prefiere esperar a las compañeras que pasan a recogerlas y es tierno, piensa ella,  ver cómo,  poco a poco, de puerta en puerta, se va formando  un rio de mujeres risueñas con afluentes que  suman  a su paso por las callecitas, una riada de ilusiones diaria y tenaz que llega puntual llueva o apriete el calor poco antes de las cuatro en punto a la puerta del colegio siempre antes de que el maestro o la maestra abran la puerta.

Recuerda con un extraño rubor de complicidad lo que, años atrás,  le había contado su vecina de enfrente. Asunción  era  una de las pioneras de la escuela,   de esas que, durante muchos años,  iniciaba el recorrido antes que nadie como si su veteranía fuera un deber moral. La primera vez que hablaron, hacía muchos años,  fue un descubrimiento. Paqui llevaba apenas poco tiempo en aquella casa y  casi desde el primer día veía   a su vecina  salir sola después de comer y coger la cuesta abajo con dirección desconocida.

-                ¿Dónde va usted cada tarde, señora Asunción?- se atrevió a preguntar Paqui un día  haciendo como que barría la puerta.

-                Al Corte, Frasquita,  al Corte- señalando una gran regla de madera que asomaba del bolso y abriendo la mano en cuya palma sudada jugueteaban   unas hebras de colores

-                Ah, al Corte; pues yo también debería aprender a coser.

-                Pues nada,  a ver si te  animas y te apuntas conmigo- añadió Asunción  suspirando y perdiéndose discreta calle abajo.

La estrategia del Corte, supo después Paqui,  duró más de uno y de dos años y no fue Asunción la única que la usó. En dos turnos,  a las cuatro y a las siete, las conspiradoras de la regla de madera y las hilachas en la mano salían furtivas y  sigilosas para llegar a la escuela, que entonces no estaba en el centro, sino en un colegio de EGB de las afueras.

Poco a poco, le había contado Asunción un día que tuvo que dejarle a Juan Antonio  mientras llevaba a Estrella al médico,  fueron saliendo de una en una  y en grupos del armario de la vergüenza y tomando las calles para sus fiestas, sus trabajos y sus reivindicaciones. Para cuando se mudaron al edificio de la calle La Tona,  las reglas de madera y las hilachas de colores volvieron a sus cajones y la escuela de adultos –de adultas más bien- se hizo parte  entrañable del paisaje cultural  del pueblo. Ahora Asunción había dejado de ir a la escuela, ya no oía ni veía bien y las piernas tampoco le daban para muchas alegrías pero seguía hablándole maravillas de su colegio, así lo llamaba,  cada vez que se encontraban y la animaba a engancharse.(...)

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